¡Espero que la disfrutéis, aventureros!
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Garret intentó mantener el equilibrio, los salientes estaban empapados, y el apestoso canal que fluía por las alcantarillas no llevaba aguas muy apetecibles.
Unos metros más y estaría justo debajo. “La sala de las mil y una maravillas”, tal y como había oído a los parroquianos de las tabernas del Barrio de los Templos. Era increíble la facilidad con la que se iban de la lengua algunos con sólo unas pocas pintas.
Otro trabajo por encargo del gremio, la Viuda había sido muy específica; entrar, coger y salir. Sin muertes, sin testigos y sin ruido.
Como una corriente de aire, como una sombra en la noche.
Trastabilló, y hundió el pie en el maloliente riachuelo con un sonoro salpicón que caló sus pantalones.
“…mierda”
Garret volvió a subir a la cornisa y recorrió de puntillas los últimos metros hasta una losa de cerámica, del tamaño de una gatera, apenas distinta de las demás que había en el techo del conducto. Se estiró hasta alcanzarla y apoyó el oído en ella. Luego dio unos cortos golpecitos.
“Aquí”
De uno de los bolsillos de su tahalí sacó un frasquito de caña, lo abrió y con una espátula de madera extendió por los bordes una pasta ocre, que hacía que aquel canal oliese a rosas recién cortadas, y esperó unos pocos segundos. Garret se colocó debajo y levantó las manos ceremoniosamente. Después de un leve siseo, la losa se soltó y le cayó en las palmas abiertas sin hacer el menor ruido.
“Ahora la parte difícil”
Apoyó la losa en la cornisa y se aupó, el agujero comunicaba con una especie de taller. Se quitó el tahalí con la espada y los empujó por la entrada recién abierta. Con un crujido sordo, Garret desencajó los hombros y se deslizó entre mudos quejidos por el hueco del techo.
Una vez dentro, en la oscuridad del taller, con el contorno desdibujado de las mesas de trabajo y el olor de la arcilla cocida como únicos testigos, se recolocó las articulaciones con un golpe seco y un grito de dolor congelado en la garganta.
Ya estaba dentro, lo difícil había pasado. Sin perder un segundo abrió la puerta de la sala con extremo cuidado, y miró a ambos lados del pasillo central. No había ningún guardia a la vista, eso mejoraba las cosas.
Se colocó el tahalí a la espalda y sacó de otro bolsillo unos guantes de cuero, con pequeños ganchos metálicos, y con gran destreza, salió al pasillo de dos zancadas subrayadas por el chapoteo de la bota encharcada, y se encaramó por la pared.
Con agilidad felina, fue clavando los ganchos hasta llegar al alto techo, y una vez arriba, con los músculos tensados, se colocó horizontal y avanzó boca arriba por el corredor.
Cuando miraba hacia arriba, veía en el suelo la forma de algunos guardias, diseminados por el corredor en penumbra. No patrullaban, estaban quietos como sombras. Garret pasó por encima.
Los brazos le dolían, parecían estar a punto de estallar, y cada vez le costaba más coordinar los movimientos, la cabeza se le estaba embotando, la sangre se agolpaba en sus sienes. Al mover la mano a la siguiente posición, unos fragmentos del techo llovieron en forma de arenilla encima del casco de uno de los guardias. Garret contuvo la respiración.
Nada, ni un movimiento, silencio.
El guardia no parecía haberlo notado, Garret continuó hasta llegar a una de las lámparas, los rescoldos casi extintos de las brasas crearon sombras danzarinas en el techo. Garret se concentró en el movimiento de descenso.
Por un momento se sostendría sólo con las manos y balancearía los pies, entonces se soltaría del techo, y en un suspiro se agarraría con fuerza a la pared.
“Uno, dos y…”
El techo cedió de súbito, Sus reflejos actuaron y cayó volcando el peso de su cuerpo en un costado, dándose la vuelta y aterrizando con pies y manos en el suelo.
Había hecho ruido, eso seguro. Garret se levantó, se quitó los guantes con las manos doloridas por el impacto y miró detenidamente el pasillo. Nada, ni un movimiento, silencio.
A su lado, había un guardia enano camuflado en la oscuridad apoyado en una alabarda de metro y medio. Garret se fijó en que dormía con placidez, con una sonrisa feliz grabada en su cara sonrosada.
A pocos metros, vio como todos los guardias que había sobrepasado estaban en el suelo, o apoyados unos con otros, sumidos en sueños.
Perplejo, desenvainó su espada y avanzó con cautela hasta su objetivo, custodiado por otros dos enanos durmientes. En la penumbra sus pies chocaron con algo, Garret lo cogió. Era un pedazo de cristal, vagamente abombado, como si perteneciera a una jarra o a un…
“Frasco de poción…”
Garret dejó el cristal y vio luz por debajo de la puerta que tenía enfrente. Sacó también la daga y acomodó los hombros, preparándose para el combate.
Nadie se le iba a adelantar.
Abrió el portón de la sala de muestras del Gran Salón de los Escribas de Mün Sharr, y vio a una figura solitaria, delgada y que vestía una túnica oscura. Parecía concentrada en una especie de pelota que descansaba en un atril.
La figura, alarmada, levantó la vista del expositor y le miró.
— ¡¿Quién eres tú?! —exclamó Antoleon.
-Continuará...